Para el año 2010 ya se había establecido que el Trastorno Depresivo Mayor (TDM) afectaba 298 millones de personas1 (actualmente la Organización Mundial de la salud estima que son 350 millones2), siendo considerada una de las 20 enfermedades mentales más importantes, con una prevalencia global que alcanzaba 4.4% (5.5% en mujeres, 3.2% en hombres), siendo la población más afligida aquella que se ubica entre los 25 y 34 años de edad, permaneciendo consistentemente entre las tres primeras causas de años perdidos por discapacidad y años perdidos por mortalidad prematura desde hace ya más de 20 años1, proyectada para ser la primera en 20303.
El amplio rango de síntomas (afectivos, cognitivos, vegetativos, conductuales), así como la etiología multifactorial y la heredabilidad, la convierten en un reto cada vez más complejo para el clínico, y cuando se suman las comorbilidades (especialmente relacionadas al consumo de sustancias y trastornos de la personalidad), progresa hacia un fenómeno de mucha mayor carga, como es el de la Depresión Resistente al Tratamiento (DRT)3,4.
A pesar de las actuales inconsistencias en la definición de DRT, ha podido establecerse que su presencia tiene un impacto negativo en los costos directos e indirectos de la carga económica de la enfermedad, estando muy estrechamente relacionado con la reducción en la calidad de vida y calidad de la salud (tanto física como mental) de los pacientes, desenlace que impacta a su vez tanto en la severidad como en la duración del episodio depresivo5, cerrando un círculo vicioso que, al perpetuarse, modifica la respuesta al estrés a causa de los profundos cambios neurobiológicos que acompañan al TDM (alteraciones del volumen cerebral regional -hipocampo-, cambios funcionales de circuitos cerebrales –red de control cognitivo-, alteraciones de sistema inmune y del eje hipotálamo-hipófisis adrenal)4.
La aparición de los antidepresivos, aunque fortuita, no solamente suscitó la posibilidad de ofrecer una alternativa de tratamiento a los pacientes, también ha develado muchos de los misterios que aún se ciernen sobre los mecanismos fisiopatológicos que subyacen a un episodio depresivo; así mismo, también ha facilitado comprender la fenomenología de su presentación, al punto en que podemos hablar de la variabilidad de su espectro sintomático, con los síntomas cognitivos como uno de los grupos que más frecuentemente se exhiben como residuales (persistentes a pesar de la mejoría afectiva), evitando la recuperación funcional, por lo que recientemente los protocolos de manejo se enfocan cada vez en su intervención temprana6, no solo con la intención de mejorar el curso y pronóstico, sino también evitando que se incremente la carga global de la enfermedad con su evolución a DRT.
A causa de esto, los tratamientos actuales se enfocan en tener efectos que van más allá de una mejoría en el estado de ánimo, y la investigación ha permitido encontrar, además de los fármacos multimodales, efectos pro-cognitivos de medicamentos ya conocidos, como por ejemplo la Fluvoxamina7, los cuales se explican en los modelos experimentales (estudios en animales) en los que se demuestra su impacto sobre la proteína beta-amiloide, lo que incluso podría posicionarla como una alternativa para el tratamiento del paciente con Enfermedad de Alzheimer8.
Los fenómenos multidimensionales de la depresión necesitan seguir siendo materia de investigación, pues su impacto en la salud mental de los enfermos y su red de apoyo, sigue mostrándose como una problemática compleja que afecta al individuo aun en ausencia de síntomas emocionales.
Referencias
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https://www.who.int/mediacentre/news/notes/2012/mental_health_day_20121009/es/
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8.Kim WS, Fu Y, Dobson-Stone C, Hsiao JT, Shang K, Hallupp M, Schofield PR, Garner B, Karl T, Kwok JBJ. Effect of Fluvoxamine on Amyloid-β Peptide Generation and Memory. J Alzheimers Dis. 2018;62(4):1777-1787. doi: 10.3233/JAD-171001. PMID: 29614681.